Nuestro país llega a un nuevo aniversario de su Independencia, esa que forjaron valientes e ilustres compatriotas en los albores del siglo XIX, comenzando a construir esa Patria aún inacabada en su soberanía plena, la que comienza con la felicidad de todos sus hijos.
La revolución del 14 de mayo de 1811 terminó con un período de intrigas y de intereses entrecruzados, en medio de un clima de confrontaciones varias, en las que se mezclaba la traición a la patria naciente, el empecinamiento español por mantener sus privilegios y las ansias anexionistas porteñas y lusitanas.
Los hombres del Cabildo sobresalieron en el empeño libertador de los revolucionarios criollos, frente a la avaricia de la realeza y al acoso de supuestos integracionistas, la conspiración de los representantes de la corona y el centralismo de la Junta de Buenos Aires, que nunca renunció a su afán hegemónico.
La grandeza de los Padres de la Independencia ha quedado gravada en la historia como una de las páginas de mayor temple y tolerancia política, dado que hábilmente consiguieron en menos de un año proclamar la Independencia Nacional, libre de la tutela española y de los planes expansionista de la región.
Fundamental en la victoria independentista fue la convocación de un Congreso General, protagonizado por delegados elegidos por sufragio universal, en una clara expresión de la práctica inequívoca de la democracia participativa, directa, que permitió sesionar con representación de la población de todo el territorio.
El Congreso, máxima autoridad soberana, fijó una reunión anual obligatoria para analizar la marcha de la República que acababa de nacer, bajo el régimen de Consulado, encabezado por Fulgencio Yegros y Gaspar Rodríguez de Francia.
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